David Ferragut — La paradoja del hombre invisible, o las fotografías sin personas
El pavimento del Boulevard du Temple (París) del primer daguerrotipo que se conserva (1839) parece que esté crujiendo por el calor blanco que el sol lanza sobre ella. Todos sus contemporáneos, recuerda Beaumont Newhall, quedaron admirados por cómo las paredes se arrugan y desconchan y los marcos de las ventanas se astillan. Una imagen más táctil que visual, y también — y esto era tópico — más real y científica que la pintura.
Pero este daguerrotipo esconde, incluso con tanta luz, con tanta abundancia de detalles — quizá sobre todo gracias a ellas, porque así nuestra atención se desvía — un hecho más bien extraño: la ausencia de gente.
El tiempo de exposición que requería la placa del daguerrotipo — en positivo directo, lo que significa que eran piezas únicas, todavía no reproducibles — superaba los ocho minutos y en este lapso ninguna persona quedaba fijada en la imagen. Nada que ver, por ejemplo, con el Boulevard des Capucines de Monet, un hormigueo burbujeante de colores y presencias trémulas o con las calles de Les Enfants du paradis (1945) de Marcel Carné, un hervidero de faranduleros, criminales y buscavidas que se amontonan hasta en las marquesinas, a punto de hacer reventar las paredes de los edificios.
Louis Daguerre tuvo que colocar a dos personas para que posaran el tiempo suficiente para aparecer en la imagen. Las vemos en una esquina de la calle, como si una estuviera limpiando los zapatos de la otra. A la evidencia de la fotografía le faltaba la verdad que solo parecen aportar los seres humanos — pero los fantasmas de las personas que ya no vemos, que han pasado por la imagen sin dejar huella, esos parecen haber sido olvidados.
El fotógrafo Eugène Atget — explica Benjamin — “buscó lo desaparecido y lo extraviado” utilizando las exposiciones largas, que en el daguerrotipo eran un error. André Breton quiso regalarle una Leica, una cámara ultrarrápida por entonces, pero la rechazó. Toda figura humana apartaba a Atget de representar la ciudad como un escenario recién abandonado — o incluso un escenario para el juego, como en la película Paris qui dort (1925), de René Clair —. En algunas de sus fotografías brotan tenues sombras de transeúntes que accidentalmente fueron captados por la cámara.
Estos rastros demuestran de alguna manera que los fantasmas siguen estando allí. Es como si Müller-Pohle, en la serie Transformance, quisiera captarlos en el azar de su desaparición, o como si luchara por hacerlos volver a la presencia — de hecho, Vilém Flusser explica, a propósito de esta serie, que la cámara es una lucha a muerte con el aparato, una «caja negra». Las figuras humanas surgen aquí estiradas, arañadas, como si estuvieran borradas sobre un papel.
Se puede ir más lejos aún en la lógica del daguerrotipo de 1839. Hiroshi Sugimoto fotografía salas de cine, pero el tiempo de exposición es tan largo que no se ve ningún humano mirando la pantalla, por lo demás blanca y brillante porque los rastros de la película tampoco han podido coagularse. El cine aparece aquí como el cementerio de las presencias. O también como un templo abandonado. Sugimoto da un paso más con la serie Seascapes, panorámicas de un mar sin vistas, un mar plano como si estuviera detenido — este instante de inmovilidad tiene un nombre, étale, o slack tide —, justo lo contrario que un landscape tradicional, que se caracteriza justamente por las irregularidades del paisaje que puede ser identificado por ellas. La mirada ya no solo no encuentra seres humanos, sino que tampoco encuentra una naturaleza. El universo entero se ha convertido en un fantasma.
Es posible que la mirada del daguerrotipo y por extensión de la fotografía haya sido doble desde el comienzo: una mirada llena que aspira a detallarlo todo y una mirada hueca que aspira a borrarlo. Una hace aparecer y la otra, desaparecer. Y ambas fuerzas quedan representadas en la imagen.
El accidente de Daguerre implica algo así como un modo de representar la desaparición. Quiere señalar los fantasmas. Explicaba el filósofo Antonio Castilla que la idea de “representar la desaparición” equivalía a caer en la paradoja del hombre invisible: cuando se oculta (con el vendaje) le vemos, pero cuando se muestra (en el vacío) no le vemos. Percibimos su ausencia a la luz de la imagen y su presencia cuando la tapamos. Quizá sea un buen nombre para este fenómeno: la paradoja del hombre invisible —siempre hemos visto los fantasmas de Daguerre, pero los tapamos con otros humanos.